La intoxicación del laurel, una historia de Cocorote en los años cincuenta

Algunos analistas de la eficiencia empresarial acuñaron la frase: “El éxito es el resultado del trabajo en equipo” con esto se quería ahorrar un elogio a quien más contribuyó a ese suceso y otro, a la persona que menos había hecho para alcanzar esa meta. Este lapidario concepto resolvía también un grave problema de diplomacia empresarial: reconocer a todo el mundo sus méritos y despersonalizar, de una vez por todas, el éxito. Cuando hay un laurel que alcanzar, nadie quiere compartirlo, a este fenómeno se le llama: la intoxicación del laurel y el antídoto para combatir la patología es el trabajo en equipo. La responsabilidad compartida.
Pero, Dios mío, cómo se podía en el pueblecito de Cocorote de los años 50 –con tan solo dos calles, la que va allende y la que viene aquende, trabajar en equipo, si allí no había equipo alguno, existían por el contrario individualidades muy notables: Don Blas Herrera, un empresario dotado de sabiduría popular y sentido común, se cuenta que en una oportunidad uno de sus empleados le preguntó: Don Blas, cuál cree usted que es la hora más apropiada para comer (se quería fijar el horario de trabajo, con sus pausas y recesos), a lo que el aludido contesto: -si tienes plata comes cuando te da la gana, pero si eres un limpio comes cuando puedes. Chipororo, un hábil manipulador capaz de vender a Don Guillermo Roldán mil garabatos, como una mercancía de fácil colocación en el mercado y éste en 30 años pudo vender tan solo uno. Carmelo Pifano, mi primo por quien siento un afecto entrañable, inventó escribir sobre los huevos que cada día ponía la gallina de Doña Domitila: “Cristo viene” en alusión al segundo advenimiento del Salvador al mundo (La Parusía) y de esta manera logró conformar un movimiento religioso orientado a declarar a Cocorote “Pueblo elegido de Dios”
En fin son muchos los personajes de diverso lustre, muy cultos, brillantes y de habilidades excepcionales, para llenar cuartillas, pero en esta ocasión quiero ocuparme de uno de talante diferente, un ser humano que hubiera podido hacer suya la frase: no vales lo que consigues (tal vez no fue mucho lo que consiguió) sino lo que aportas (pero si fue mucho lo que él aportó a los demás). Estamos hablando de “Capirolo” En verdad nunca supe su nombre verdadero, aunque lo conocí muy bien, pues trabajó en los Laboratorios Pifano de mi tío Vicente Pifano, en la atención de maquinarias y mantenimiento. Me contaron que era hijo de un polaco, quien llegó a Yaracuy entre los restos flotantes de esos náufragos que alcanzaron las costas del mar Caribe en los años cuarenta, después de la Segunda Guerra Mundial y en San Felipe se unió con una criolla de la localidad. Capirolo era un mestizo, mitad eslavo y mitad Jirajara. ¿De dónde venía su apodo Capirolo? Su padre tenía un apellido típicamente polaco, según tengo entendido: Kaczynskrowski. Imagínese apreciado lector, pronunciar este nombre en el pintoresco pueblecito de Cocorote, cómo realizar ese esfuerzo inhumano, desde el punto de vista gutural y fonético, y después en la capacidad de memorizar semejante apelativo. En estas circunstancias, lo que la comunidad cocoroteña escuchó por primera vez y después asimiló fue Capirolo y así se quedó de por vida.
A Capirolo se le recuerda como el operador de la máquina de proyección del Cine Tropical de San Felipe, propiedad de José Manuel Avendaño y cuyo slogan rezaba: El local de las orquídeas y de los grandes estrenos. El proyector era un trasto muy viejo que cuando pasaba la película, como se suele decir, rugía y chirriaba con furia como la locomotora de un tren de carbón. Capirolo en rol protagónico era el único capaz de dominar su destartalado mecanismo. Pero, había dos momentos que escapaban a la habilidad y eficiencia de Capirolo: uno, cuando los carbones responsables de dar luz a la proyección se consumían y la pantalla se oscurecía, entonces el público gritaba a todo pulmón: Capirolo, sinvergüenza, tira la botella, borracho, despierta. La proyección se suspendía, el tiempo necesario para cambiar los carbones, tres minutos de insultos al pobre Capirolo. El otro momento era cuando la cinta se rompía.
 
 
No hay que olvidar que estas películas llegaban a San Felipe después de haber sido proyectadas en todo el mundo y generalmente estaban rotas. En esa ocasión el público era sumamente desconsiderado, los gritos se escuchaban a kilómetros de distancia: Capirolo, sinvergüenza, borracho, la botella, la botella. Nuevamente se interrumpía la proyección mientras se pegaba la cinta y la película proseguía. Huelga decir que el pobre Capirolo no bebía ni tenía responsabilidad alguna con el estado de la película y menos aún con el deterioro progresivo de la vieja máquina de proyección. No obstante todo el Cine Tropical gritaba a una sola voz –quién sabe, tal vez en un intento de liberarse de frustraciones colectivas con el cine y el dueño -Capirolo….la botella….Capirolo borracho, sinvergüenza…. Y miles de improperios.
En lo que a mi concierne el Cine Tropical fue un sitio único perdido en la provincia venezolana, que alimentó sueños e ilusiones en la chiquillería de los años 40 y 50, desapareció a finales de los 60. Allí escuchamos por primera vez en Casablanca la frase “siempre nos quedará París” Según los críticos y los cineastas (1) es la declaración de amor más bella y conmovedora jamás pronunciada en el cine. Se la dice Bogart a Ingrid Bergman al final de la película, en el momento en que ambos saben que se separan y no se volverán a ver jamás: “Siempre nos quedará París”. Pero, qué significado real tiene este parlamento: A pesar de que pueda ocurrir lo peor –pase lo que pase- para todos los seres humanos siempre quedará un lugar en el cual podamos amarnos y ser felices, donde manifestar libremente nuestra alegría –reír y por qué no, llorar, expresar nuestra tristeza- el punto de inicio de un retorno al país de los sueños. Este sitio, por supuesto, en la vida real no puede ser otro que el cine, pues solamente es allí donde todo sale bien, a la medida de un cuento de hadas. Pero, para unos pobres niños de provincia qué significado tenía esta esperanzadora frase: no tenía otro que el Cine Tropical de San Felipe, el único lugar de sueños e ilusiones, no había nada más en el pequeño pueblo, ni en Cocorote ni en San Felipe, solo que para materializar todo esto tan solo contábamos con un modesto muchacho –Capirolo- que se atrevía a enfrentar los trucos de una vieja máquina de proyectar películas, para alimentar las fantasías e ilusiones de otros chicos del lugar.
Gracias a Capirolo todos los niños de Cocorote y San Felipe pudimos vivir nuestros sueños y cada uno a su manera, hacer realidad la frase “Siempre nos quedará París” Por esta razón, como nunca le manifestamos nuestro agradecimiento –por el contrario lo vituperábamos cada vez que la destartalada cinta se rompía- me sea consentido hacer un pequeño homenaje a la memoria de Capirolo, un viejo amigo, un yaracuyano irrepetible y de muy grata recordación: Que en tu viaje final, tan solo una imagen, de las tantas que proyectaste, no se rompa como la vieja cinta, para no sentirnos obligados a gritar, como solíamos hacer cuando niños: Capirolo, sinvergüenza….la botella. Dios te acompañe y te tenga en su gloria.
Notas:
1.- Por razones de honestidad profesional, debo decir que esta explicación sobre el significado de la célebre frase de Bogart es de un escritor argentino, de cuyo nombre no he podido acordarme. Pido escusas por la laguna.
Imágenes:
El Cine Tropical de San Felipe, pintura de la artista plástica venezolana, residenciada en Ginebra, Suiza, Rebeca Martín Loosly (foto de presentación).
Hugo Alvarez PifanoHugo Álvarez Pifano, musicólogo y crítico de música, especializado en la ópera y en temas musicales de Venezuela. Entre 2001 y 2011 ha sido columnista de música, de periódicos y revistas del país. Ha escrito en publicaciones especializadas de Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos de América, Dinamarca, Brasil, Colombia, Honduras, Kenya, Etiopía y Guyana. Estudió en la Esc. de Música de Barquisimeto (1951-1956); en la Esc. José Ángel Lamas de Caracas (1957-1958) y en el Conservatorio Luigi Cherubini de Florencia (1960-1963). Es autor de tres libros: El vals venezolano, historia y vida (Fund. Arts World Millenium, 2100. Caracas, 2007); Cantantes líricos de Venezuela (Fund. Arts World Millenium, 2100. Caracas, 2010); Historia de la música de Venezuela (en prensa). Así mismo ha escrito 3 libros sobre música y temas costumbristas, sin publicar. Doctor en Ciencias Políticas de la Universidad de Florencia, (1958-1963); Master en Derecho Internacional del Instituto de Formación Profesional e Investigaciones de las Naciones Unidas, N. Y., 1973; Postgrados en Ciencias Políticas (1978) y Teoría Política (1980) en la Universidad de Brasilia. Diplomático con carrera de 36 años en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Venezuela. Embajador de Venezuela en Guyana, Haití y el Reino de Dinamarca; Encargado de Negocios ad hoc en Kenia y Etiopía; Cónsul General de Venezuela en Río de Janeiro y Sao Paulo, Brasil; funcionario diplomático en las embajadas de Venezuela en Colombia, Brasil y Honduras; asesor, representante alterno y representante de Venezuela en la Comisión de Asuntos Jurídicos de las Naciones Unidas (1971-1978); miembro, participante y jefe de la delegación de Venezuela en 29 conferencias internacionales; y le fueron encomendadas 38 misiones especiales; en el servicio interno de la Cancillería venezolana fue Director de Tratados; Jefe de Gabinete del Canciller Ramón Escobar Salón y colaborador cercano de los Cancilleres Ignacio Iribarren Borges, Arístides Calvani y Simón Alberto Consalvi. Es autor del libro “Manual de los Tratados Internacionales de Venezuela” Ministerio de Relaciones Exteriores de Venezuela (1972). (Literanova)

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