Recado amoroso de Rafael Garrido

Rafael Garrido no es un poeta inspirado, es un orfebre de la palabra escrita, una suerte de paciente turco que ha vivido cavando un pozo con una aguja; esto explica sus distanciadas publicaciones. Mientras otros publican muchos libros, Rafael Garrido, sólo publica lo esencial. Las palabras en él son piedras juntadas con obstinación y paciencia; conducta propia de quien pertenece a la tradición de poetas que prefieren encerrarse a leer, antes que a escribir, rehuyendo de la asfixiante sociedad, acatando el impulso de huir de la multitud, de las inmensas minorías literarias que sostienen la fama, pero, al mismo tiempo, con una gran capacidad para reportear sus percepciones, como veremos luego.
Más que una presentación de este libro de Rafael Garrido, lo que me propongo es un acercamiento a su poesía desde el discurso de la obra, Recado Amoroso, integrado de treinta cantos. Se trata de auténtica poesía, poesía desprovista de oropeles y del pecado de la prolijidad en que suelen incurrir no pocos poetas. Alquimia de la palabra, mundo transfigurado en lenguaje; artificio, otredad; donde el poema pareciera elegir al poeta y éste, cual amante, queriendo escoger los signos del habla termina seducido por la vida.
Este libro se deja abordar desde diversas lecturas y en él resuenan también diversas influencias que son propias de un poeta culto, y con las que ha sabido convivir para gozo de sus lectores. Poesía que no quiere alejarse del habla, que se reconoce próxima al habla común; sin pretensiones “poéticas” o “literarias”. Poeta que pareciera entender que la literatura es una trampa que aleja al poeta de la vida, encontrando lo verdaderamente poético es lo plenamente vivido.
Garrido pareciera ser un stevensiano, en tanto pareciera decir que “la gran fuente de la poesía no es otra poesía, sino la prosa, es decir: la realidad. Sin embargo, se necesita un poema para percibir la poesía en la realidad”
En cuanto a lo primero pudiéramos decir que en estos poemas percibimos una especie de poeta ciudadano y, preponderantemente, un poeta cronista. Se percibe, igualmente, a la poesía como pensamiento y experiencia; a la ciudad amada o la metáfora de la mujer ciudad que es al mismo tiempo ciudad transmutada en mujer:

“Mi ciudad, hoy, una muñeca de Reverón
en campo de aviación, con su boquita pintada
De rojo carmesí. Mi ciudad, una flaca
de a arrabal, náufraga de una piedra; una
ciudad que se negó a morir tres veces,
tres veces fue quemada y tres veces renació

de las cenizas como el ave Fénix, una mujer
loca que jura ser mi esposa, y yo, más loco
todavía, su amante fiel, sincero, honesto,
(…)

Sobre las influencia, nótese que Garrido no es cualquier poeta culto; él ha abrevado en diversas culturas y, muy a menudo, se cuelan en sus poemas secretos homenajes que se suman a los ya evidentes. Rafael Cadenas, Alfonso Reyes, Hanni Ossott, Rilke, María Fernanda Palacios y Juan Sánchez Peláez atraviesan sus cantos, al tiempo que Constantino Cavafy, la Biblia y el Budismo Zen confluyen en un poema.

El poeta ciudadano.

En este libro pareciera cumplirse aquella sentencia de Baudelaire: que la ciudad nos hace como somos. Aquí, el poeta conoce su ciudad, ha caminado por cada una de sus calles, conoce cada rincón, cada recoveco oscuro, sus hendijas. En esta obra Garrido es consciente de que la ciudad es también un personaje literario. Sabe que la ciudad está hecha de la misma célula que nosotros, pues nosotros hacemos la ciudad. Le escribe a ciertos sitios que devienen en lugares históricos por partida doble: la ciudad es hombre y mujer recordados, al tiempo que misterio.

La ciudad es escritura. Cual cronista, Garrido nos revela la vida diaria, las maravillas o misterios cotidianos, ciertos eventos, las calles; todo transfigurado por su palabra. Razón parecía tener Octavio Paz cuando afirmaba que el poeta moderno se había “convertido en un explorador de los subsuelos síquicos y sociales, en el “reporter” de los movimientos de la consciencia al internalizarse a sí misma; en el cronista de las aglomeraciones humanas y de esos islotes que son en el mar de la ciudad la pareja de enamorados”
El poeta-ciudadano-cronista está presente a lo largo del los cantos de este libro, al punto que, el pensamiento amante del poeta, se muestra deliberadamente incapaz de exigir amor a sus amantes por temor a envejecer, pero que no exhibe el mismo temor cuando anhela el amor de su ciudad, el San Felipe del Poeta José Parra.
En fin, poeta ciudadano que quiere ser dueño de su visión, que sabe que la visión poética de la vida es más amplia que cualquiera de sus poemas (o algo más amplio que cualquier poema)
Garrido es un poeta ciudadano también en el sentido cívico, machadiano; sabe que a la poesía no le es dable utilizar un lenguaje rebuscado, oscuro, sino el lenguaje de todos, el de los ciudadanos. Por ello, en esta alta poesía, son recurrentes las expresiones coloquiales y las preocupaciones cívicas:

“(…)

¿cantar qué? Cuando la ciudad
Se ha convertido en un cesto
de basura. ¿Quién ha convertido

la ciudad en un basurero?, ¿Quién
no dejó anoche su bolsa de basura
hedionda, podrida, como de mierda líquida?

(…)”

La poesía como pensamiento. Canto: pensamiento.

No se trata de cualquier pensamiento, sino de uno muy concreto, el amatorio. Pensamiento dinámico y estático es, a un tiempo, el pensamiento amante de Rafael Garrido. El que ama acá tiene algunas veces la habilidad de un ave de presa y en otras la expectativa de un búho. Este canto es como decir pensamiento. Se canta, pues, en un margen mucho más amplio que el de la mera razón. Se canta con el alma, con los sentimientos; canto donde la mente abraza por igual lo sensible y lo inconsciente y de cuya síntesis resulta un mundo nuevo, creado por el artista. A su vez este mundo es pensado por el lector desde diversas perspectivas, haciendo al poema universal. En este sentido, el pensamiento amante deja espacio a la “loca de la casa”, a fin de que ésta nos descubra la riqueza del lenguaje más allá de la reflexión:

“Por mí vendrá la reflexión poética, el dolor
de la separación, la angustia, la paradoja,
el credo quia absurdum de la pareja,”.

La religión erótica.

Ciertos poemas de este libro son también himnos de una religión, la del erotismo. Algunos parecieran indicarnos que estamos frente a una religión (¿acaso un cristianismo hedonista?), que a contracorriente de los monoteísmos, es celebratoria del cuerpo de la persona amada, del encuentro con ella, del coito propiamente dicho, de la espera excitante, de la amada y del deseo:

(…)
y recorrer su geografía caliente,
picante, de ají chirel”,
(…)

Agreguemos al anterior el siguiente verso:
(…)
“la requería como Eros a Afrodita en una página de Apuleyo”.
(..)
Esta religión erótica es también ciudadana en la medida en que la nostalgia de la mujer amada, por medio de la comparación poética, es el “valle dulce”, pues con esta metáfora se alude a nuestro “valle de las damas”, a una tradición poética que le canta a nuestra tierra y sus endulzados labios.
En esta religión erótica del poema, el amor tiene calidad de vida, no tiene exigencia de futuro, de presente, ni pasado; el amor es perdido y encontrado, encontrado y perdido. El poeta habla desde su caída y Dios es cuerpo erotizado.

Pequeña teoría de las heridas.

Del canto V es ostensible esta teoría. Son las heridas del coito falaz, engañoso, dejadas en el cuerpo del amante; heridas que éste procura curar con otro amor, para, a fin de cuentas, terminar herido de soledad. Herida, que es en sí misma, la huella dejada por cada amor; cada amor es una desgarradura, un desprendimiento vital, que deja girones del alma:

“Todo amante herido
respira por una herida.
Y la herida, fantasma

de un amor que no acabó
en franco lecho, se cierra
en una calle,
se abre en otra”.
(…)

Hecho este acercamiento permítase el lector el suyo, pues la poesía de Garrido es libertad nunca aprisionada. Valga decir que cada poema está relacionado con el otro, iluminándose mutuamente.
No será posible disociar el nombre de la ciudad de San Felipe de Rafael Garrido, de eso estamos seguros, como la Comala de Juan Rulfo. Las ciudades son las páginas que solemos escribir todos pero sólo llevan la rúbrica de un escritor predestinado.

Samuel López Castillo
Ravell /21-01-2010

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