TIBURCIO "EL ADIVINO"



Indio también como Martín Espinoza, oriundo de los valles de Caracas, marrullero, clarividente, malicioso y brujo.

“Tiburcio, vaya preparando la ceremonia porque ya me voy a casá con la muchacha ma’ bonita del lugar, asina como yo merezco”.

Le decía sin desfachatez y hasta con pretensión el indio Martín Espinoza a Tiburcio, a quien todos conocían como el adivino o el sacerdote, por ser quien se encargaba de realizar las ceremonias matrimoniales de Martín Espinoza, con la infortunada muchacha que a él se le antojara en cada pueblo al que llegaban.

“Muchachos, ya vamo’ a comé calne fresca, ‘toy informa’o que allá hay unos deliciosos manjares, pa’ saboreá y carmá las ansias de nuestros cuelpos”.

Mientras tanto, Tiburcio El adivino festejaba con ron puro las vánales y descabelladas ocurrencias del indio Martín Espinoza, entre risas y carcajadas sarcásticas de las trece fieras.

“Pa’ segurá la calne fresca, vamo’ primero a ensalmá al Estado Mayor del ejército, comencemos por Cascabel”.

Así continuaba con los otros seres que se engreían de llevar apodos de animales feroces y. quienes junto con el indio Martín Espinoza, tenían una creencia casi devota por todos los sahumerios y artimañas que usaba Tiburcio, quien aprovechaba la ingenuidad de estos seres semisalvajes para imponer sus designios.

Se regocijaba por su poderío, manejaba a su antojo a aquellos seres bestiales e incrédulos, pero que sólo él y sus facultades divinas les hacía creer que hablaba con Dios y con los Santos que le permitían ver el futuro y cómo y cuándo podían ir a la guerra.

“Caray, hasta los curitas me temen y me respetan, creo que en esta guerra he oficia’o más misa que un cardenal en el Vaticano”.

Jactancioso se ufanaba en medio de la gran muchedumbre de mulatos que le seguía, al comprender la fe y devoción que le tenían esos seres esperanzados de designios divinos, quienes acataban toda la locura que a él se le ocurría.

Cuentan que una tarde de julio, cuando los ventíscales aguaceros azotaban el llano, llegaron al pueblo de El Viento o como le llamaban Paso del Viento, que servía de línea divisoria entre Venezuela y Colombia, o también por donde se pasaba del confín apureño, a los llanos casanareños.

“Caray, vamos pa’l Paso del Viento, y si los del otro la’o se alebrestan, vamos y les quemamos también los archivos, y si uno de esos cachacos se envalentonan, lo guindamos por la verija y nos damo’ a respetá”.

Le decía el indio Martín Espinoza a su lugarteniente y brujo de sahumerios y marramuncias, Tiburcio El adivino, quien ya al ver que se acercaban a un pueblo, llevaba en su mente la maldad y el crimen sin piedad, como para regocijarse con los malos espíritus y congraciarse con su jefe.

Resulta que como el cura de El Viento no quiso abrir la iglesia, le dijo al indio Martín Espinoza que había que crucificarlo porque si no le vendrían malos presagios a la tropa, y a pesar de que don Ramón Ojeda Crúzate, hombre muy conocido y apreciado en esos llanos y por quien Espinoza tenía un gran respeto y aprecio, intervino para evitar tan inhumano sacrilegio, sin que se inmutara, el condenado indio le dio la orden al León y al tigre para que procedieran a guindarlo, inmovilizando sus miembros con estacas hasta defenestrar sus entrañas.

Frente a las miradas atónitas de los feligreses, quienes entre el terror y compasión presenciaron en plena plaza tan sanguinario acto, las trece fieras reían con sarcasmo cruel y, como si fueran verdaderos animales, celebraban aquel abominable crimen.

Tiburcio El Adivino luego subió al púlpito vestido con sotana y todos los atuendos religiosos que requieren las ceremonias eclesiásticas, y en su satírico sermón dijo que el mesías había llegado, pero no con doce apóstoles, sino con trece, refiriéndose a Espinoza y sus treces fieras.

“Ahí están el mesías y sus santos apóstoles, deben venerarles, los ricos entregar todos sus bienes y los pobres servirles, es el mandato sagrado de Dios, si no serán severamente castigados”.

Decía con arrebatos delirantes de regocijo el despiadado personaje, asomando su blanca dentadura en su risita burlona que causaba desprecio y pánico en los atemorizados habitantes de El Viento, y muchos para salvar sus vidas y al ver tan abominable espectáculo, huían despavoridos hacia los llanos casanareños.

Otras veces disfrutaba marcando con una cruz a las víctimas que sufrirían los actos inquisitorios. Era tan o peor de despiadado que Espinoza. Gozaba ver las torturas y suplicios vividos por indefensos seres, así fueran mujeres o niños.

Era un ser diabólico y ruin, la gente llegó a comentar que tenía pactos con el Diablo y otros aseguraban que era el mismo Lucifer en persona. Lo cierto es que un día desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra, y nunca más se llegó a saber de él, dejando, en su misteriosa y funesta vida, sólo el miedo y repudio sembrado en la mente de los hombres y mujeres de la llanura.


Alberto Pérez Larrarte

Cronista Oficial de la ciudad de Barinas.

De mi libro: Relatos de la guerra larga. Editado por Amazon

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